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martes, 23 de abril de 2024

Elisa... recuerdos de infancia.

Esos años de inocencia, que transcurrieron entre sentimientos de felicidad y miedo, timidez y valentía, vulnerabilidad y fortaleza, me producen un dejo de tristeza y melancolía.

Mi papá trabajaba en una compañía ferrocarrilera del norte de México, razón por la cual debíamos mudarnos continuamente a pequeños pueblos, donde se necesitaba la mano de obra de los trabajadores ferrocarrileros. Los lugares eran fríos y desérticos.

La mayoría de mis memorias son a partir de mis cinco años de vida. Pero algunas, de mis primeros años, se quedaron tan pegadas que las recuerdo a detalle. Como ese día, en el que fuimos mi mamá, mi hermana menor, mi tía y yo, a conocer la casa-vagón nueva que la empresa le dio a mi papá. Nos sentíamos muy ilusionadas. El esposo de mi tía también era ferrocarrilero y trabajaba en la misma cuadrilla que mi papá así que, por algunos años, ambos estuvieron muy cerca de nosotros. Me recuerdo observando la nueva casa, abriendo una ventana, que se deslizaba hacia arriba, y viendo la resina, que aún salía de la madera nueva. Gotas amarillas, transparentes y pegajosas, parecidas a las perlas de vitamina E, pero más pequeñas.

Viajar de un lugar a otro, en nuestra casa, era toda una aventura para mí. Mi papá acordonaba cada mueble a unas argollas atornilladas en las paredes. Mi mamá bajaba todos los platos, vasos y tazas del gabinete de la cocina y los acomodaba en cajas. Un día antes del viaje preparaba comida y hacía tortillas de harina, algo que me encantaba. Así, tendríamos que comer durante el traslado.  El viaje era motivo de alegría, y un día libre de preocupaciones. Era un día para disfrutarse.

Conectaban las casas a una locomotora que nos trasladaría a la nueva estación. Viajábamos frecuentemente en tren, pero era maravilloso cruzar los altos puentes y túneles en nuestra propia casa.

Y como olvidar los veranos en la casa de mi abuela, ella influyó mi vida más de lo que hubiera imaginado. Mi abuela era una mujer que trabajaba de sol a sol, siempre tenía algo que hacer. Era ordenada, disciplinada y muy determinada. Se levantaba temprano, encendía la estufa de leña y hacía las tortillas de maíz para el desayuno. El olor de la cocina, que impregnaba la casa hasta la pieza donde yo dormía, me hacía levantarme. Las mañanas eran muy soleadas. Ella preparaba avena con leche recién ordeñada y ponía a fermentar el resto de la leche en grandes ollas para hacer queso. El trabajo en el rancho, desprovisto de agua potable y luz eléctrica, era arduo.

La casa descansaba a las faldas de unas lomas, estaba pintada de blanco con puertas y ventanas azules, como en Santorini. Tenía un patio, que a mi me parecía enorme, cerrado con bardas a los lados de la casa y con una huerta de manzanos al frente. La casa tenía, a espaldas, un conjunto de lomas y tierras de cultivo alrededor que se extendían hasta la orilla del río.

Toda la semana transcurría sintiéndome envuelta en las actividades de mi abuela. La acompañaba y le ayudaba en lo que podía, a mi corta edad. Hacíamos un recorrido por el patio y los cuartos de almacenaje de pastura, granos y herramientas para mostrarme los lugares donde las gallinas habían hecho sus nidos. Por la mañana y por la tarde, tenía asignada la tarea de revisar los nidos y recoger los huevos, los ponía en una canasta de alambre y los llevaba a la cocina. Era mi actividad favorita.

Las mañanas eran dedicadas a la limpieza de la casa y la preparación de la comida. Veía a mi abuela lavar ropa a mano después del desayuno y, al siguiente día, planchar cada prenda que había lavado, incluyendo la ropa de cama. Utilizaba dos pesadas planchas de fierro que ponía a calentar en la estufa de leña. Planchar le tomaba toda una tarde, terminaba al oscurecer. También le gustaba tejer y bordar. Almidonaba las servilletas que tejía a crochet con hilo blanco y las usaba para adornar sus gabinetes de puertas de cristal o sobre alguna mesa de cama.

Por las tardes, le ayudaba a limpiar el frijol, que era almacenado después de la cosecha. Separábamos las piedritas y terrones del frijol y lo poníamos en costales, que después se vendían. Otros días desgranábamos mazorcas, el maíz también se ponía en costales, para venderse.

Algunas tardes eran aprovechadas para envasar frutas o verduras que se cosechaban en el rancho. Mi abuela usaba frascos de vidrio, que compraba especialmente para las conservas y que acomodaba en lo alto de un gabinete, como colección. Envasaba duraznos en mitades, peras, calabacita con zanahoria, ejotes, elotes, etc., y los veía, orgullosa de su trabajo. Yo me sentaba frente a ella y disfrutaba viendo como lo hacía.

No había juguetes para jugar, ni muñecas. Mis ratos de diversión consistían en hojear los libros de texto de mi tío, que cursaba la primaria. Esos libros de lectura que tenían en la portada una mujer con vestido blanco y una bandera de México en su mano. Mi tío me contaba sobre alguna lectura que a él le gustaba. La rata vieja fue uno de esos textos que memoricé y que se convirtieron en mis favoritas. Cuando mi tío entró a la escuela secundaria agropecuaria me autorizó recortar dibujos de sus libros. Cargué con los recortes de regreso a casa y los conservé por mucho tiempo.

Libro de primaria

También me gustaba ver las cosas que mi abuela guardaba en su ropero, especialmente sus cosméticos. Aún recuerdo el olor del polvo angel face, color canela, que ella usaba.

Algo que me producía una mezcla de curiosidad y miedo, era el revólver que mi abuelo guardaba en uno de los cajones del mismo ropero. Lo había comprado por los rumores de que se habían avistado lobos rondando los alrededores. Lo mantenía descargado y, por supuesto, yo tenía prohibido tocarlo. Pero mi curiosidad podía más que la advertencia y me gustaba abrir el cajón y verlo, a escondidas.

Cuando mis primas visitaban a mi abuela era diferente, pasabamos horas jugando: a las escondidas; la matatena; la liga; el avión, dibujado en el patio; la lotería, después de la cena hasta avanzada la noche; y, pocas veces, al tambo robado, porque una de mis primas siempre lloraba cuando le ganaban el bote relleno de piedritas y lo hacían sonar, como prueba de victoria.

Matatena

Lotería mexicana, juego de mesa

Los fines de semana eran especiales. Cada domingo, después de desayunar, nos alistábamos para ir a visitar a los bisabuelos. Ese día, la limpieza de la casa era más simple porque debíamos caminar cerca de dos kilómetros para llegar al rancho donde vivían sus papás, y teníamos que ganarle al sol, decía mi abuela. El sol se ponía muy intenso a media mañana.

La caminata se sentía larga y cansada, porque subíamos y bajábamos, bordeando las lomas, siguiendo la ribera del río. Al entrar al rancho Borjas, hacíamos algunas visitas para vender ropa de segunda mano. Aunque no era la parte más divertida del día, me gustaba ver la alegría reflejada en la cara  de mi abuela cada vez que vendía una prenda. Muchos años después, entendí que de eso dependía la compra de la despensa para la semana.

Al cruzar el pequeño rancho, pasábamos por un lado de la capilla blanca con puerta azul, eso significaba que estábamos muy cerca de llegar a nuestro destino. Entrar en la casa, siempre limpia y fresca, era la mejor recompensa por la larga caminata y las visitas a algunas familias no tan agradables para mí. Pero esa, es otra historia.

Mi bisabuela nos recibía siempre sonriente y platicadora. Mi bisabuelo mostraba también alegría, pero era un poco menos efusivo. Mi abuela se sentaba a tomar café y tenía largas conversaciones con ellos, especialmente con su papá. Yo recorría la casa, me gustaba pararme frente a la antigua vitrina con puertas de cristal, llena de pequeños objetos que mi bisabuela atesoraba. Eran regalos que sus hijas, que vivían en Estados Unidos, le traían cuando la visitaban, o de alguna de sus nietas o primas. Ella tenía una historia para cada una de sus preciadas pertenencias.

Ahí pasábamos el domingo completo. A veces visitábamos a las cuñadas de mi abuela, que nos recibían gustosas y siempre tenían algo de comida para ofrecernos. Me gustaba, en especial, visitar a mi tía Amada, una mujer generosa y de una sencillez encantadora. Ya avanzada la tarde, antes de oscurecer, mi abuela compraba algunos víveres en la pequeña tienda, que conectaba con la cocina y que era atendida por su papá. Compraba, no sé cuántas cosas. Lo que recuerdo, es mi alegría cuando pedía dos tripas de chorizo... y un cono que, en lugar de nieve, estaba relleno de jamoncillo, para mí.

Del regreso a casa recuerdo poco, mi abuela platicaba todo el camino acerca de los nuevos acontecimientos en el rancho y de su gran familia.

Desafortunadamente no tengo una sola fotografía con mi abuela, pero ella vivirá en mi memoria eternamente.


💖💙💚💛💜

Elisa D.



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